Dulces sueños

Soy una cama y nací para ver morir a un rey. Me construyó un carpintero prestigioso hace ya casi doscientos años, siguiendo las órdenes de un flamante Rodolfo IV. Su primer mandato como soberano fue que le construyeran un lecho nuevo y suntuoso, porque el anterior era demasiado pequeño para sus casi dos metros de altura.

Llegué al palacio con mis pesadas caobas y robles para ser cargada por catorce sirvientes de abultada musculatura. Aún con sus brazos de hierro les costó elevarme las diez docenas de escalones que llevaban a la habitación real. En seguida me instalaron un colchón esponjoso encima, muy grueso y suave, que adopté de inmediato como si siempre hubiera formado parte de mí. Me vistieron con sedas y unas finísimas sábanas de algodón de la India. Me sentí hermosa y atractiva. Cuando el rey me vio por primera vez y se lanzó sobre mí noté la satisfacción en su suspiro y lo entendí como un piropo.

Pero fueron pocas las noches que Rodolfo IV pasó entre mis caricias. Muchas veces no dormía en el palacio porque tenía que viajar a otras tierras, o comandar a su ejército en batallas reñidas, o visitar cortesanas en otros lechos. Yo quería mostrarle que podía darle un descanso reparador, que mis maderas no crujían como las de ciertos catres, que podía transmitirle los sueños más agradables. Pero no tuve tiempo, porque el joven monarca recibió un sablazo mortal en una de sus guerras. Dicen que lo tomó como un valiente, pero cuando llegó a mí ya estaba pálido por la pérdida de sangre y los médicos no pudieron hacer nada más que presenciar cómo le llegaba la hora. Esos fueron los servicios que le presté a mi primer durmiente, los más tristes que un mueble como yo puede prestar: me convertí en su lecho de muerte. Rodolfo IV entró en un sueño del que nunca saldría a sus veintidós años de edad, cuando no había llegado a pasar ni treinta noches sobre mí.

Como Rodolfo no tuvo hijos -no le dio el tiempo para elegir una reina- la corona pasó a adornar la bellísima cabeza de su única hermana Perla. Perla I era apenas una adolescente cuando debió asumir las riendas de una nación encabritada. Pero tenía la sangre azul y una tenacidad admirable, además de una vida amorosa extremadamente singular. Para mí, una neófita en asuntos carnales, las eróticas actividades de la reina me parecieron un tanto heterogéneas, por no decir que rayaban en la promiscuidad. La misma noche que fue coronada y se mudó a la habitación real trajo un invitado. A ese lo siguieron varios, que a veces se repetían, aunque eso no era la norma. La pasé muy bien acogiendo a los amantes de Perla I, y aparentemente ellos también se divertían. Los fogosos jóvenes se confundían entre los almohadones, se destapaban, arrugaban las sábanas y me sacudían, haciéndome cosquillas, mientras que yo trataba de envolverlos para que no se desabrigaran. Muchas veces los caballeros admiraban mis pomposas decoraciones de la cabecera o elogiaban la blandura de mi colchón de plumas.

Pasaron algunos años de esos encuentros ardientes, hasta que se fueron espaciando cada vez más. En los sueños de la reina comenzó a aparecer con creciente insistencia un príncipe extranjero muy elegante, que la salvaba de dragones y de brujas. Un día lo vi llegar por primera vez, coronado y con Perla vestida de blanco en brazos, y ya no se fue más. Esa fue una noche memorable, no sólo por las proezas y acrobacias de las que fui testigo, sino por el evidente amor que los dos se tenían.

Ya no vinieron otros galanes a jugar con la reina, aunque sí me visitaron sirvientes atrevidos cuando sus majestades marchaban en largas travesías por el país. Una doncella y uno de los muchachos del establo eran los más habituales. Eran silenciosos como ratones, y tenían un cuidado absoluto a la hora de encaramarse sobre mí. Pero el solo hecho de estar rompiendo las reglas y saber que una simple revelación a los reyes podía llevarlos a la horca parecía proporcionarles una excitación adicional. Muchas veces, cuando terminaban de amarse, se quedaban susurrando en la oscuridad, y era entonces cuando yo me enteraba de las intrigas del palacio.

Una noche apareció un perro somnoliento y se instaló en medio de mi edredón. Tenía olor a basura y a pulgas, y se rascaba constantemente atrás de las orejas. Era una de esas noches en que la oscuridad me aburría porque no tenía soñadores por quienes velar. Perla I y su rey estaban lejos hacía mucho y los sirvientes no habían venido muy seguido. Por eso lo dejé acomodarse y le di calor, y observé cómo en sus pesadillas perseguía a un gato que lo terminaba devorando. No volvió a aparecer, y fue una lástima porque pasé muchas horas solitarias entre las sombras del palacio. La visita no tuvo más consecuencias que la reproducción descontrolada de un par de pulgas, por lo que las mucamas debieron tirar mi cobertor para que los reyes no resultaran agraviados. Recibí una colcha espesa y suave, de color rojo, con detalles de terciopelo dorado. Me sentí rejuvenecer.

Por poco no reconozco a la reina cuando llegó. Tenía la barriga hecha un globo y los ojos sonrientes. Soñaba con niños y cachorros. El parto no tardó en llegar, manchándome de sangre y restos de placenta, pero alegrándome con el llanto sano de un principito. La reina demoró en recuperarse, y pasó unos días sumergida en mi calidez. Se le deshinchó el vientre y se le llenó el pecho de leche. Las damas de compañía traían de vez en cuando al infante, pero lo vi muy poco hasta que no tuvo tres o cuatro años de edad y venía a dormir con sus padres durante las tormentas. Lo crió una comadrona en otra ala del castillo, a él y a sus hermanos, que no tardaron en llegar.

Los años con Perla y su marido fueron gratos, llenos de paz y sin inquietudes. Fueron los durmientes más apacibles que tuve, y a medida que fueron envejeciendo, sus actividades nocturnas se volvieron más lentas y menos entusiastas. Pero seguían queriéndose como siempre. Era evidente que se amaban hondo, porque cuando el rey murió de tuberculosis, Perla amaneció sin pulso y sin respiración al día siguiente. Aquella noche, mientras dormía, vio como su marido se alejaba hacia las nubes y no quiso quedarse sola. Le tomó la mano y allá fueron.

Los príncipes y princesas, seis en total, tenían ya entre veinticinco y cuarenta años. Asumió la monarquía el mayor, llamado Dante, igual que su padre. Dante II era un señor muy respetable, pero no tenía madera de rey. Era débil para decidir y se dejaba manejar al antojo de sus consejeros. Cuando se acostaba demoraba mucho tiempo en dormirse, y daba vueltas y vueltas, a un lado y al otro de mi gran plumón, debatiéndose sobre cuestiones de la nación que nunca llegaba a resolver. El rey Dante II padecía un insomnio agudo, y amanecía con las ojeras marcadas y el cansancio latente. No me gustaba que pasara mal entre mis mantas, y a veces trataba de acunarlo con un balanceo casi imperceptible y un arrullo de los que le había escuchado cantar a su madre.

Pero los desvelos de ese rey medio enclenque no duraron mucho tiempo. Su hermano menor, Segismundo, organizó una revuelta y exigió el trono. Dante II se lo cedió encantado, y se fue a vivir a una residencia real en la campiña, al fin curado de su mal dormir.

Me entusiasmé con el nuevo ocupante. El rey Segismundo IX era enérgico y tenaz, sabía conducir un país y no perdía oportunidad de seducir mujeres. Me frecuentaron doncellas, aristócratas, hidalgas, sirvientas y patricias. A veces más de una. Siempre distintas: frescas y juveniles, maduras y experimentadas, hermosas y rubias, morenas y fieras. El rey conocía las artes del amor -en la teoría pero sobre todo en la práctica- y las distribuía sin egoísmo entre sus múltiples compañeras. Vi cosas que no había visto antes y no volví a ver nunca más. Aprendí trucos para despertar el deseo, para aplacar las ansias y para solucionar las peleas. Me sentía vigorizada, contagiada por la pasión de los amantes que yacían sobre mí.

Fueron cuarenta años de reinado y cuarenta años de furiosos encontronazos de alcoba. Perdí una tabla en una de esas acometidas, pero me la repararon al día siguiente. También cambiaron el colchón casi deshecho por otro impecable, y todas las semanas me vistieron con ropas nuevas.

Cuando Segismundo IX no pudo amar más tampoco se sintió capaz de guiar a sus súbditos. Con nostalgia y resignación dejó que su hijo Segismundo X ocupara el trono y me ocupara a mí.

La capacidad de sembrar hijos había sido una de las características más notorias del rey Segismundo IX. Yo me daba cuenta cada vez que ocurría, y traté de llevar la cuenta por unos años pero me perdí allá por la paternidad número cincuenta y seis. Sólo reconoció a uno de esos vástagos, el hijo de una duquesa aventurera y risueña, y exigió que llevara su nombre. A los demás les dio una fortuna importante para asegurarles una vida de nobles y los liberó de cualquier pretensión de convertirse en reyes.

Nadie sabe porqué eligió a ese niño enfermizo entre todos sus descendientes. Tal vez había sentido algo más que atracción por la duquesa, o lo enterneció ese bulto arrugado que lo miraba con ojos incoloros y enormes. Es probable que la causa haya sido una más dolorosa, más inevitable, y que lo llenó de culpa. La duquesa murió en el parto, y el niño no tenía parientes cercanos que lo cuidaran. El rey se lo llevó al palacio y le ordenó la crianza a una nodriza confiable.

Segismundo X tenía la edad de su padre cuando se convirtió en soberano. Pero no tenía su temple ni su fortaleza. Vivía enfermo o convaleciente, recostado entre mis muchas almohadas, dictando órdenes poco contundentes a sus generales y cortesanos. No lo visitó ningún cuerpo femenino en los seis años de reinado. Cuando dormía se chupaba el dedo. Muchas noches lo escuché bajarse de mí, todavía dormido, y salir a recorrer el palacio con los ojos cerrados y el pulgar derecho a toda succión. Fue durante una de esas madrugadas que el rey sonámbulo se cayó por la escalera y rebotó en cada una de las diez docenas de escalones. Despertó entre golpes, sintiendo cómo se le rompían algunos de sus frágiles huesos. A partir de entonces los habitantes del feudo comenzaron a entonar una melodía sarcástica que decía algo así como “Segismundo, Segismundo, con el pulgar en la boca, se despierta dando tumbos, con las piernas todas rotas”, y el monarca debió tragarse la humillación mientras componía sus costillas quebradas y su orgullo minúsculo.

Antes de que se cumpliera el sexto año de infeliz reinado Segismundo X abdicó a favor de una prima lejana que fue conocida como la célebre Fantasía II. Estaba casada con un marqués borracho e impulsivo que me ocupó con un desparpajo insolente que nunca le perdoné. Se llamaba Horacio y era absolutamente infiel. Varias veces lo encontró Fantasía revolviéndome con espantadas sirvientas del palacio. Ella lo toleraba con indudable asco y demasiada paciencia.

Una tarde entró al dormitorio y vio el mismo espectáculo deplorable que las otras veces. Echó a la infortunada muchacha sin miramientos y cuando se encontró sola con Horacio lo increpó con rabia. Estaba más nerviosa que siempre, pero más segura y más seria. Él siguió tirado en mí, balbuceando idioteces, excusas sordas, y ella no aguantó más. Sacó una daga de algún compartimiento secreto en su vestido y se la clavó en el pecho a su marido antes de que el inútil se diera cuenta de que moría.

Me impresionó su frialdad y la poca emoción que tenía en la mirada. Desde entonces la historia conoce a esa reina por su insensibilidad y sus frases tajantes, por su coraje y arrogancia, por la perpetua mueca de desagrado en la comisura de su boca. Y más que nada, la admiran por lo bien que comandó el reino en aquellos años difíciles, porque no le tembló la mano a la hora de ordenar la guerra ni se le fue la voz cuando sentenció a dos de sus hermanos a muerte. Nadie le preguntó jamás porqué su marido había aparecido flotando en el río con un puñal atravesado.
Fantasía II estuvo al frente del país por casi medio siglo. Pero cuando dormía seguía soñando con Horacio.

Durante ese tiempo comencé a sufrir de polillas. A la reina le gustaba mi pesadez altiva, mi cómoda elegancia, mi corpulencia mullida, mi decorativa cabecera imperial y mis patas redondas como de elefante. Hizo lo que pudo por solucionar mi mal, pero solo enlenteció su agravamiento. Me untaron con cremas y extractos vegetales, me soplaron polvos y me cambiaron colchón, dosel, sábanas y cortinajes por otros más fofos y aterciopelados. Por unos años me sentí mejor. Pero después olvidaron el tratamiento y recaí. Con algo de pena la reina me desplazó a una habitación de huéspedes, y me sustituyó con un mueble feo y soberbio que chillaba a la menor vibración.

Hace décadas que me pudro de agujeros y de tedio. Ya nadie duerme en mí, ni siquiera los invitados, porque se quejan de que soy inestable. Las polillas roen con actividad febril el manjar de mis entrañas. Yo no quiero morir así, despatarrarme un día sin más dignidad, en este cuarto que huele a humedad y mugre. Espero que alguien se apiade de esta cama que alguna vez fue majestuosa, que supo acoger a reyes y reinas y príncipes y sirvientes y pajes y doncellas. Ojalá que algún hacha misericordiosa me convierta en astillas o que unas llamas hambrientas consuman estas tablas enfermas y viejas. Supe ser una buena cama. Ya no queda nada de mí, excepto sueños.

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