La quebrada

Iba ya volviendo y pensando cuántos sueldos le faltaban para pagarse el casamiento con la Mariela cuando el redomón se le asustó y enfiló derechito al barranco. Ramiro apenas alcanzó a pegarle un tirón a las riendas y enderezarse en el recado, porque venía medio echado para atrás, y el sacudón lo tomó de sorpresa. El tordillo oscuro iba lo más tranquilo y de repente había pegado un brinco como de liebre. Ramiro no lo había visto venir, y de la nada se encontró agarrado a duras penas del cogote del animal, galopando a toda marcha hacia la zanja que los esperaba cinco metros más abajo.

No hubo freno que lo parara al tordillo y recién allá abajo, cerquita del agua, se detuvo. Ramiro no entendía cómo diantre había hecho para no malograrse en la carrera, porque habían bajado una cuesta empinadísima a un ritmo loco, y encima el bicho era medio torpe porque recién empezaba a amansarse. Resoplaban los dos, y Ramiro reconocía el lugar de la quebrada en que se hallaban, esa especie de surco de agua y tierra entre dos farallones de piedra y cactus y talas, un tajo en el medio del campo que todos los de la estancia respetaban. Nadie le iba a creer allá en el casco, le iban a decir que estaba abusando de la grapa, cuando les contara que él y su caballo habían bajado como pedo por unos cuantos metros de roca vertical sin hacerse ni un rasguño.

El tordillo bufaba mucho así que le dio un poco de agua en la cañada, y mientras tanto Ramiro trató de vislumbrar algún camino por donde salir de la quebrada, aunque no era muy fácil, porque los dos costados parecían imposibles de trepar. Ya sobrepuesto del julepe volvió a meditar sobre la Mariela, la morochita graciosa que cada vez que la visitaba en el pueblo se lo quería llevar de apuro a la iglesia. Ramiro era un hombre simple, quería casarse pronto y tener su lonjita de tierra, y cuando recorría a caballo, en la calma de su propia soledad, pensaba en las reses que podría engordar y los chiquilines que le daría la Mariela. No desatendía su trabajo, pero soñaba despierto.

Anduvieron un rato al lado de la corriente, hasta que bastante más lejos encontraron un sendero de ovejas que siguieron hasta llegar a la parte alta del barranco. Ramiro iba distraído calculando cuantos lechones tendría que asar para la parentela en el casorio, pero de a ratos miraba y todavía no lograba adivinar dónde había puesto las patas el bicho para bajar semejante pared, y se regodeaba ya pensando en el rincón calentito de la cocina donde, mate de por medio, iba a narrar su hazaña a los demás peones. Seguro iban a desconfiar, aunque Ramiro nunca adornaba demasiado sus cuentos y los más viejos lo tenían por sensato. Pero sabían que con un bagual a media doma no se podía ni pensar en bajar esa quebrada, apenas era transitable en la parte más baja, después se volvía una maraña de espina y piedra. Era un lugar jodido para perder el ganado, había que meterse a pie para sacarlo porque los caballos no entraban.

El tordillo iba trotando lento, camino a las casas. No le estaba dando problema ahora, a pesar de que antes de la espantada había estado macaneando toda la tarde. No tenía apuro, y eso que todos los caballos se ponen más pingos a la vuelta. Estaban lejos del casco, todavía les faltaba bordear toda la quebrada. La disparada los había desviado de la recorrida habitual y ahora tenían que volver a pasar por el lugar del
susto.

Había un par de mulitas correteándose entre los pastizales. Seguro que el matungo se había asustado de ellas. Quién hubiera dicho que casi se mata por dos animalitos de esos. Ramiro les pasó por al lado al paso, bien cerquita, y esta vez el caballo ni se inmutó, y las mulitas tampoco se asustaron de ellos. Siguieron jugueteando como si nada, como si sólo el viento las hubiera visto pasar.

Ya atardecía y ellos trotaban hacia la portera que coronaba la loma. Por un segundo Ramiro se dio vuelta a mirar el valle, la quebrada con su monte y la zanja reflejando el sol mucho más abajo, y un poco más acá vio a un jinete, de poncho azul oscuro, que galopaba hacia ellos, hacia la portera que Ramiro acababa de pasar, casi sin haberse dado cuenta, tan ensimismado estaba con la vista a los pies del cerro y el galope desesperado del otro peón.

El tipo era Jaime, un gurí que se había hecho hombre en la estancia y que todos respetaban mucho a pesar de sus veinte años. Ya podía verlo, estaba cada vez más cerca. Tenía una especie de congestión en el rostro, algo entre los ojos, miedo capaz. Galopaba como si el petiso no importara. Abrió la portera lo más rápido que pudo. Le temblaban las manos. A Ramiro no le dirigió la palabra, y eso que estaba ahí parado,
unos metros más allá de la cancela, mirándolo, interrogándolo, y el otro nada. Siguió como cuete para las casas, el petiso resollando, su esfuerzo un ronquido sordo, y Jaime como alma en pena, los ojos abiertos y perdidos en el horizonte, con miedo, sí, como si hubiera visto al mismo Mandinga. 

Ramiro apenas le podía seguir el paso; el tordillo redomón no quería galopar ahora, flor de pícaro. Y el petiso de Jaime ya le llevaba como cien metros. Cuando el pingo por fin aceleró, el otro les llevaba una delantera tremenda y no escuchaba los gritos de Ramiro. Por suerte estaban a medio potrero de las casas, ya se veían las luces de los ranchos y algunos hombres habían salido a ver por qué tanto galope.

Jaime entró al patio gritando, parecía un loco. Se bajó del petiso que agonizaba de cansancio y corrió hasta donde estaba el casero con un peón hachando leña. No le daba la voz para explicarse y respirar al mismo tiempo, así que dejó de inspirar y soltó todo lo que le hervía en el pecho desde que había empezado esa carrera demente. Ramiro escuchaba algunas de las palabras de Jaime, pero el viento se llevaba la mayoría, y después se armó un barullo tremendo cuando el casero empezó a gritar y la cocinera apareció preguntando qué pasa. Y ahí Ramiro escuchó todo y se miró las manos y no las vio, y se miró las piernas y no las vio, y miró la cabeza del animal sobre el que estaba sentado y tampoco estaba, porque no había animal y no había Ramiro, porque el tordillo no estaba ahí y el gaucho tampoco. Como les decía Jaime a los demás, y como Ramiro oía mezclado con el viento, allá abajo, en la barranca, había un caballo muerto y un jinete desnucado, y el animal era un tordillo como el que andaba Ramiro, y el hombre estaba dado vuelta así que no lo había visto bien pero no se movía y tenía la cabeza en una posición rara, como torcida, y no había manera que estuviera vivo después de caer tantos metros y rodar sobre todas esas piedras y esas espinas. Se miraron entre ellos y ahí estaban todos menos Ramiro. Enmudecieron de  repente, y sólo sonaba el viento.

Y Ramiro se preguntó cómo carajo oía esas cosas cuando estaba muerto en el fondo de un barranco.

Dulces sueños

Soy una cama y nací para ver morir a un rey. Me construyó un carpintero prestigioso hace ya casi doscientos años, siguiendo las órdenes de un flamante Rodolfo IV. Su primer mandato como soberano fue que le construyeran un lecho nuevo y suntuoso, porque el anterior era demasiado pequeño para sus casi dos metros de altura.

Llegué al palacio con mis pesadas caobas y robles para ser cargada por catorce sirvientes de abultada musculatura. Aún con sus brazos de hierro les costó elevarme las diez docenas de escalones que llevaban a la habitación real. En seguida me instalaron un colchón esponjoso encima, muy grueso y suave, que adopté de inmediato como si siempre hubiera formado parte de mí. Me vistieron con sedas y unas finísimas sábanas de algodón de la India. Me sentí hermosa y atractiva. Cuando el rey me vio por primera vez y se lanzó sobre mí noté la satisfacción en su suspiro y lo entendí como un piropo.

Pero fueron pocas las noches que Rodolfo IV pasó entre mis caricias. Muchas veces no dormía en el palacio porque tenía que viajar a otras tierras, o comandar a su ejército en batallas reñidas, o visitar cortesanas en otros lechos. Yo quería mostrarle que podía darle un descanso reparador, que mis maderas no crujían como las de ciertos catres, que podía transmitirle los sueños más agradables. Pero no tuve tiempo, porque el joven monarca recibió un sablazo mortal en una de sus guerras. Dicen que lo tomó como un valiente, pero cuando llegó a mí ya estaba pálido por la pérdida de sangre y los médicos no pudieron hacer nada más que presenciar cómo le llegaba la hora. Esos fueron los servicios que le presté a mi primer durmiente, los más tristes que un mueble como yo puede prestar: me convertí en su lecho de muerte. Rodolfo IV entró en un sueño del que nunca saldría a sus veintidós años de edad, cuando no había llegado a pasar ni treinta noches sobre mí.

Como Rodolfo no tuvo hijos -no le dio el tiempo para elegir una reina- la corona pasó a adornar la bellísima cabeza de su única hermana Perla. Perla I era apenas una adolescente cuando debió asumir las riendas de una nación encabritada. Pero tenía la sangre azul y una tenacidad admirable, además de una vida amorosa extremadamente singular. Para mí, una neófita en asuntos carnales, las eróticas actividades de la reina me parecieron un tanto heterogéneas, por no decir que rayaban en la promiscuidad. La misma noche que fue coronada y se mudó a la habitación real trajo un invitado. A ese lo siguieron varios, que a veces se repetían, aunque eso no era la norma. La pasé muy bien acogiendo a los amantes de Perla I, y aparentemente ellos también se divertían. Los fogosos jóvenes se confundían entre los almohadones, se destapaban, arrugaban las sábanas y me sacudían, haciéndome cosquillas, mientras que yo trataba de envolverlos para que no se desabrigaran. Muchas veces los caballeros admiraban mis pomposas decoraciones de la cabecera o elogiaban la blandura de mi colchón de plumas.

Pasaron algunos años de esos encuentros ardientes, hasta que se fueron espaciando cada vez más. En los sueños de la reina comenzó a aparecer con creciente insistencia un príncipe extranjero muy elegante, que la salvaba de dragones y de brujas. Un día lo vi llegar por primera vez, coronado y con Perla vestida de blanco en brazos, y ya no se fue más. Esa fue una noche memorable, no sólo por las proezas y acrobacias de las que fui testigo, sino por el evidente amor que los dos se tenían.

Ya no vinieron otros galanes a jugar con la reina, aunque sí me visitaron sirvientes atrevidos cuando sus majestades marchaban en largas travesías por el país. Una doncella y uno de los muchachos del establo eran los más habituales. Eran silenciosos como ratones, y tenían un cuidado absoluto a la hora de encaramarse sobre mí. Pero el solo hecho de estar rompiendo las reglas y saber que una simple revelación a los reyes podía llevarlos a la horca parecía proporcionarles una excitación adicional. Muchas veces, cuando terminaban de amarse, se quedaban susurrando en la oscuridad, y era entonces cuando yo me enteraba de las intrigas del palacio.

Una noche apareció un perro somnoliento y se instaló en medio de mi edredón. Tenía olor a basura y a pulgas, y se rascaba constantemente atrás de las orejas. Era una de esas noches en que la oscuridad me aburría porque no tenía soñadores por quienes velar. Perla I y su rey estaban lejos hacía mucho y los sirvientes no habían venido muy seguido. Por eso lo dejé acomodarse y le di calor, y observé cómo en sus pesadillas perseguía a un gato que lo terminaba devorando. No volvió a aparecer, y fue una lástima porque pasé muchas horas solitarias entre las sombras del palacio. La visita no tuvo más consecuencias que la reproducción descontrolada de un par de pulgas, por lo que las mucamas debieron tirar mi cobertor para que los reyes no resultaran agraviados. Recibí una colcha espesa y suave, de color rojo, con detalles de terciopelo dorado. Me sentí rejuvenecer.

Por poco no reconozco a la reina cuando llegó. Tenía la barriga hecha un globo y los ojos sonrientes. Soñaba con niños y cachorros. El parto no tardó en llegar, manchándome de sangre y restos de placenta, pero alegrándome con el llanto sano de un principito. La reina demoró en recuperarse, y pasó unos días sumergida en mi calidez. Se le deshinchó el vientre y se le llenó el pecho de leche. Las damas de compañía traían de vez en cuando al infante, pero lo vi muy poco hasta que no tuvo tres o cuatro años de edad y venía a dormir con sus padres durante las tormentas. Lo crió una comadrona en otra ala del castillo, a él y a sus hermanos, que no tardaron en llegar.

Los años con Perla y su marido fueron gratos, llenos de paz y sin inquietudes. Fueron los durmientes más apacibles que tuve, y a medida que fueron envejeciendo, sus actividades nocturnas se volvieron más lentas y menos entusiastas. Pero seguían queriéndose como siempre. Era evidente que se amaban hondo, porque cuando el rey murió de tuberculosis, Perla amaneció sin pulso y sin respiración al día siguiente. Aquella noche, mientras dormía, vio como su marido se alejaba hacia las nubes y no quiso quedarse sola. Le tomó la mano y allá fueron.

Los príncipes y princesas, seis en total, tenían ya entre veinticinco y cuarenta años. Asumió la monarquía el mayor, llamado Dante, igual que su padre. Dante II era un señor muy respetable, pero no tenía madera de rey. Era débil para decidir y se dejaba manejar al antojo de sus consejeros. Cuando se acostaba demoraba mucho tiempo en dormirse, y daba vueltas y vueltas, a un lado y al otro de mi gran plumón, debatiéndose sobre cuestiones de la nación que nunca llegaba a resolver. El rey Dante II padecía un insomnio agudo, y amanecía con las ojeras marcadas y el cansancio latente. No me gustaba que pasara mal entre mis mantas, y a veces trataba de acunarlo con un balanceo casi imperceptible y un arrullo de los que le había escuchado cantar a su madre.

Pero los desvelos de ese rey medio enclenque no duraron mucho tiempo. Su hermano menor, Segismundo, organizó una revuelta y exigió el trono. Dante II se lo cedió encantado, y se fue a vivir a una residencia real en la campiña, al fin curado de su mal dormir.

Me entusiasmé con el nuevo ocupante. El rey Segismundo IX era enérgico y tenaz, sabía conducir un país y no perdía oportunidad de seducir mujeres. Me frecuentaron doncellas, aristócratas, hidalgas, sirvientas y patricias. A veces más de una. Siempre distintas: frescas y juveniles, maduras y experimentadas, hermosas y rubias, morenas y fieras. El rey conocía las artes del amor -en la teoría pero sobre todo en la práctica- y las distribuía sin egoísmo entre sus múltiples compañeras. Vi cosas que no había visto antes y no volví a ver nunca más. Aprendí trucos para despertar el deseo, para aplacar las ansias y para solucionar las peleas. Me sentía vigorizada, contagiada por la pasión de los amantes que yacían sobre mí.

Fueron cuarenta años de reinado y cuarenta años de furiosos encontronazos de alcoba. Perdí una tabla en una de esas acometidas, pero me la repararon al día siguiente. También cambiaron el colchón casi deshecho por otro impecable, y todas las semanas me vistieron con ropas nuevas.

Cuando Segismundo IX no pudo amar más tampoco se sintió capaz de guiar a sus súbditos. Con nostalgia y resignación dejó que su hijo Segismundo X ocupara el trono y me ocupara a mí.

La capacidad de sembrar hijos había sido una de las características más notorias del rey Segismundo IX. Yo me daba cuenta cada vez que ocurría, y traté de llevar la cuenta por unos años pero me perdí allá por la paternidad número cincuenta y seis. Sólo reconoció a uno de esos vástagos, el hijo de una duquesa aventurera y risueña, y exigió que llevara su nombre. A los demás les dio una fortuna importante para asegurarles una vida de nobles y los liberó de cualquier pretensión de convertirse en reyes.

Nadie sabe porqué eligió a ese niño enfermizo entre todos sus descendientes. Tal vez había sentido algo más que atracción por la duquesa, o lo enterneció ese bulto arrugado que lo miraba con ojos incoloros y enormes. Es probable que la causa haya sido una más dolorosa, más inevitable, y que lo llenó de culpa. La duquesa murió en el parto, y el niño no tenía parientes cercanos que lo cuidaran. El rey se lo llevó al palacio y le ordenó la crianza a una nodriza confiable.

Segismundo X tenía la edad de su padre cuando se convirtió en soberano. Pero no tenía su temple ni su fortaleza. Vivía enfermo o convaleciente, recostado entre mis muchas almohadas, dictando órdenes poco contundentes a sus generales y cortesanos. No lo visitó ningún cuerpo femenino en los seis años de reinado. Cuando dormía se chupaba el dedo. Muchas noches lo escuché bajarse de mí, todavía dormido, y salir a recorrer el palacio con los ojos cerrados y el pulgar derecho a toda succión. Fue durante una de esas madrugadas que el rey sonámbulo se cayó por la escalera y rebotó en cada una de las diez docenas de escalones. Despertó entre golpes, sintiendo cómo se le rompían algunos de sus frágiles huesos. A partir de entonces los habitantes del feudo comenzaron a entonar una melodía sarcástica que decía algo así como “Segismundo, Segismundo, con el pulgar en la boca, se despierta dando tumbos, con las piernas todas rotas”, y el monarca debió tragarse la humillación mientras componía sus costillas quebradas y su orgullo minúsculo.

Antes de que se cumpliera el sexto año de infeliz reinado Segismundo X abdicó a favor de una prima lejana que fue conocida como la célebre Fantasía II. Estaba casada con un marqués borracho e impulsivo que me ocupó con un desparpajo insolente que nunca le perdoné. Se llamaba Horacio y era absolutamente infiel. Varias veces lo encontró Fantasía revolviéndome con espantadas sirvientas del palacio. Ella lo toleraba con indudable asco y demasiada paciencia.

Una tarde entró al dormitorio y vio el mismo espectáculo deplorable que las otras veces. Echó a la infortunada muchacha sin miramientos y cuando se encontró sola con Horacio lo increpó con rabia. Estaba más nerviosa que siempre, pero más segura y más seria. Él siguió tirado en mí, balbuceando idioteces, excusas sordas, y ella no aguantó más. Sacó una daga de algún compartimiento secreto en su vestido y se la clavó en el pecho a su marido antes de que el inútil se diera cuenta de que moría.

Me impresionó su frialdad y la poca emoción que tenía en la mirada. Desde entonces la historia conoce a esa reina por su insensibilidad y sus frases tajantes, por su coraje y arrogancia, por la perpetua mueca de desagrado en la comisura de su boca. Y más que nada, la admiran por lo bien que comandó el reino en aquellos años difíciles, porque no le tembló la mano a la hora de ordenar la guerra ni se le fue la voz cuando sentenció a dos de sus hermanos a muerte. Nadie le preguntó jamás porqué su marido había aparecido flotando en el río con un puñal atravesado.
Fantasía II estuvo al frente del país por casi medio siglo. Pero cuando dormía seguía soñando con Horacio.

Durante ese tiempo comencé a sufrir de polillas. A la reina le gustaba mi pesadez altiva, mi cómoda elegancia, mi corpulencia mullida, mi decorativa cabecera imperial y mis patas redondas como de elefante. Hizo lo que pudo por solucionar mi mal, pero solo enlenteció su agravamiento. Me untaron con cremas y extractos vegetales, me soplaron polvos y me cambiaron colchón, dosel, sábanas y cortinajes por otros más fofos y aterciopelados. Por unos años me sentí mejor. Pero después olvidaron el tratamiento y recaí. Con algo de pena la reina me desplazó a una habitación de huéspedes, y me sustituyó con un mueble feo y soberbio que chillaba a la menor vibración.

Hace décadas que me pudro de agujeros y de tedio. Ya nadie duerme en mí, ni siquiera los invitados, porque se quejan de que soy inestable. Las polillas roen con actividad febril el manjar de mis entrañas. Yo no quiero morir así, despatarrarme un día sin más dignidad, en este cuarto que huele a humedad y mugre. Espero que alguien se apiade de esta cama que alguna vez fue majestuosa, que supo acoger a reyes y reinas y príncipes y sirvientes y pajes y doncellas. Ojalá que algún hacha misericordiosa me convierta en astillas o que unas llamas hambrientas consuman estas tablas enfermas y viejas. Supe ser una buena cama. Ya no queda nada de mí, excepto sueños.

El frío del último encuentro


Te llevo como siempre, Negra. Nuestras piernas se enredan y se desatan como siempre, como nunca, como hace años que vienen buscándose y rozándose en este baile, como la música las llama y las aviva en este tango. No nos importa el cambalache problemático y febril, es sólo una excusa para que suene ese bandoneón que nos hace hervir la sangre. Vibramos de a dos como uno, tus pies siempre a punto de encontrarse con los míos pero levantándose un segundo antes, el cálculo perfecto, sin esfuerzo, una vida de acompasar nuestros pasos, Negrita, una vida de ese ritmo único que aprendimos a respirar juntos, a leer en el giro del otro, en el golpe firme pero amortiguado de tus tacos, de esos pies enérgicos tuyos que venero. Un tango más, un tango que de nuevo hacemos nuestro porque levitamos con él, sufrimos con él, giramos eternamente entre sus sonidos que embrujan, que embriagan, que me derriten por dentro y me hacen desearte más, como anoche mismo te deseaba, y como todas las otras noches. Te miro a los ojos y sé que captás lo que pienso como siempre lo has sabido hacer, dejándome loco por tus ojos negros, por tu pelo negro, esa cascada que ahora domás con un moño que yo sabré soltar más tarde, esa figura perfecta que parece mi sombra en este baile donde cualquiera es un señor. Y siento que arde mi piel donde la roza la tuya, siento lo mismo que hace tantos años, tal vez no fueron tantos, pero parece una vida, porque entonces yo era un muchachito ingenuo y vos una pibita de barrio. El tango nos presentó en aquel club, ¿te acordás?, y te tomé de la cintura y todo se volvió sur, paredón y después, y un sinfín de melodías más tarde seguíamos prendidos el uno del otro, enroscados y haciéndole compañía a un Gardel medio rayado, a esa rosa que se vestiría con su mejor color, el rojo, porque siempre fue tu color, como ahora, cuando esa tela suave te ciñe el cuerpo como un guante impecable, sos toda sangre, Negra, toda pasión hecha figuras, hecha torsión, hecha nostalgia, hecha entrega. Sos del tango, aunque me duela. Aunque te logre tener de a ratitos en un salón o en una cama, sos toda de esos grandes que compusieron para vos, para tus vueltas, tus piernas como caminos, tu tranco de yegua elegante y hasta tu nombre de tango, Malena, aunque siempre la Negra, porque los duendes y fantasmas no los tenías en la voz sino en el alma, la gloria de tus piernas se desparramó siempre en el baile, como una explosión de movimiento, como haciéndole el amor a una guitarra. Y hoy estás única, porque aunque ya bailaste mil y una noches este mismo orden de estrofas lo sabés refrescar, le contagiás ese aire tan tuyo, ese coraje que impregna todas tus calesitas, y la rutina se hace inédita, impredecible hasta el momento previo a la certeza de tus pasos, donde descubro que seguís rodando entre mis brazos, girando, volteando el cuerpo hacia donde yo te llamo, donde yo te busco, casi como siempre, pero hay algo nuevo, una estridencia, un desafine en este instrumento que somos. Porque aunque acudís cuando te reclamo, aunque tus músculos me responden, aunque venís a mi encuentro, a la misma vez huís, te siento irte, tan lejos de estar marchita, tan poco mía y tan del tango. Bailás para vos, para ellos que te miran, y por primera vez me doy cuenta que ya no bailás para mí, que ya no te sirven mis brazos dispuestos a guiarte, que mi talle te queda chico y te sigo apenas, con la fatiga de mis años a cuestas pero vos siempre tan joven, siempre tan bruja, como volando en la danza mientras mis piernas no se despegan del suelo triste. No vuelo contigo, no sirvo para vos. Querés criar alas, correr por las cornisas, se lo debés al acordeón que te desveló el alma, que te embrujó el corazón con su angustia, y me doy cuenta de todo mientras me mirás con tus pozos negros, tus ojos profundos. Ellos están mudos pero tu cuerpo me habla, tu carne me lo dice en chorros de baile, en intrincados nudos y garufas, en esa aura de mariposa maleva que te rodea. Y hacés sangrar mi corazón cada vez más, mis pies fallan, imperceptibles pero fallan, y esa obra magistral que es tu cuerpo se tensa en rechazo, se tuerce siempre impecable pero rígida, aunque nadie lo nota, solo yo, que voy perdiendo la música de los pies pero sigo entendiendo tus estremecimientos como si fueran míos, como si fueran digo, porque ya no lo son, me lo aclarás en cada fricción de pieles. Te siento lejos como nunca, me tomó por sorpresa este baile, la inexorabilidad de este tango que seguro será el último que bailes conmigo, porque sos así, Negra, tan mejor que yo, y así te quiero y así me duele quererte. Tu imagen se agiganta a medida que te despedís de mi torpeza, de a gotas me vas dejando desolado, mi cuerpo se achica y se vuelve trágico, una burla al tango que vos ennoblecés, a ese cambalache de sensaciones que me trituran el pecho, una puñalada amarga ahí mismo, donde solo por vos palpita ese montón de venas. Me condena un desencanto brutal, el mismo que condenó este baile, que condenó este mal llamado amor, este idilio con una mina que me dejó por el tango, que me rechazó con un sopapo hecho danza. Aprendí tanto contigo, Negra, y ahora pienso que todo lo que sé del tango lo sé de vos, de ese torrente que te brotaba cada vez que escuchabas a Piazzola, a Discépolo, a Aníbal y Homero y todos esos amigos tuyos, que siempre te conocieron mejor que yo, que te hicieron suya en cada sonido, que amaste como no amaste a esta marioneta que soy, que fui para vos, Malena, yo que arrastro este martirio, que sé que me voy a quedar solo, despiadadamente solo. Veo tus labios apretados, como el rencor, mientras ladran los fantasmas de esta canción que yo ya no bailo, porque la sufro, en cada paso que damos la siento desgarrarme un poco, apuñalarme un poco, te siento hiriéndome con tu futura ausencia, tu cercana ausencia, porque me vas a durar lo que dure este tango, que ya se termina, que ya se muere, con sus últimos acordes, dale nomás, dale que va, y sigue acabando, quejoso, el tango, como acaba mi vida contigo, mi baile, todos mis bailes, porque no puedo si no es contigo, porque herida como un sable sin remaches se me va la existencia, y vos acelerás el paso hasta morir en mis brazos, quieta pero libre, libre de mí, porque termina este largo tango que fuimos, y de repente ya no hay música ni voz, ni hay tango, ni estás vos.

Elegante ele de luna


Me costó mucho pensar un nombre para la obra. Obra. Suena muy grandilocuente para mi pequeña colección de historias. Rimbombante. Pomposo. Adoro esas palabras.

En realidad adoro todas las palabras. Me fascinan, me seducen y pervierten, y a veces, hasta me purifican. Ahí es cuando más las amo. Y cuando escribo, siempre las amo cuando escribo. Me brotan como una catarata de los dedos, de mis uñas eternamente rojas, de la lengua imaginaria que chorrea sobre el papel y lame seductoramente cada línea. Me encanta ese juego de irlas tironeando, aflojando, las voy suavizando y las convenzo de salir a bailar sobre mis cuadernos baratos, a estirarse en mis efes gráciles y mis jotas refinadas, letras juguetonas y tímidas, algunas provocativas, como la equis y la erre y la ge, la ge siempre alocada, ge de gemido y de gitana y de gritar hasta que se rompan los vidrios de placer.

Hay palabras que no me canso de escribir, como parafernalia, odalisca, estrepitoso y verborrágico. Son sonoras, dramáticas. Cantan por sí solas. Me estremecen y colman, son como una caricia en el lugar indicado, una brisa caliente justo ahí donde se acaba mi oreja, un roce de pies desnudos, labios que sorprenden a la piel de mi hombro. Tiemblo al escucharlas, al leerlas en una frase que se ensambla como un mecanismo perfecto, al saberlas rimando con alguna otra que no alcanzo a descubrir en un mismo párrafo compacto, duro como la espalda morena de un hombre joven, o en una oración etérea y sensual que huele a amanecer o a vino o a sábanas desordenadas.

Escribo todas las tardes. En seguida de almorzar, cuando todavía siento el sopor de la mañana inexistente, me instalo en un rincón de mi habitación alquilada y libero el bolígrafo. Por unas horas sólo soy los renglones que voy cargando de relatos, hasta la noche, que me voy a trabajar. Sí, trabajo de noche. Por eso nadie me cree cuando les digo que me gusta escribir. Nadie conoce a una prostituta que escriba.

Pero, como ya dije, escribir me purifica. Tal vez por eso lo hago. Antes, me alcanzaba con la lectura. Pero no me gustaba que otros se apropiaran de lo que yo quería decir, aunque lo dijeran mejor, con más estilo o más vocabulario. Un día me compré un cuaderno, de esos sencillos, que lo único que ofrecen es un espiral y miles de rectas azules, y me animé a disparar a quemarropa sobre ellas. Cuando se me acabó ese compré otro, y otro, y así hasta que ahora tengo doce cuadernos completos.

Algunos días, cuando siento que agoté mis reservas literarias o simplemente quiero callar mis voces por un rato, los abro y paso las manos sobre esas páginas hundidas, sobre los surcos que mi pluma dejó sobre las hojas, calándolas hondo, deshaciendo su virginidad de a trazos. Es una delicia íntima sentir el cosquilleo hedónico en la palma de mi mano, a lo largo de los brazos, del pecho, hasta la punta de los pies. Vibro con mis palabras, me regodeo en su insólita existencia.

¿Quién iba a pensar que una puta, a sus treinta y dos años, era capaz de empezar a narrar cuentos y ficciones como si los hubiera tenido dormidos en el cuerpo hasta entonces, como si hubieran madurado de repente, y caído sobre un mar de papel que los convirtió en personajes y argumentos, algunos débiles, de calidad dudosa, otros más verosímiles y que se sostienen con sus propios pies, esas patitas insolentes que corren entre esos doce cuadernos como burlándose del mundo y diciendo “sí, nos escribió una puta”? Porque aunque me faltó mucho en la vida, nunca me faltó criterio y la educación me la busqué sola, y con algo de orgullo soy capaz de calificar con subjetiva justicia que algunas de mis narraciones están un escalón por encima de la mediocridad. Por esa razón no dudé cuando vi, en un afiche de una de mis esquinas, una convocatoria a un concurso literario.

O dudé menos, porque es algo extraño que una mujer como yo se presente a un concurso en el que lo que se premia es la erudición artística, el dominio sobresaliente en una disciplina de intelectuales, de hippies, de sabios y estudiosos de las humanidades y las letras. No soy filósofa ni periodista, tampoco soy una abogada que escribe en su tiempo libre sobre los avatares de un detective que resuelve los más intrincados enigmas criminales. No soy un profesor de lengua ni de literatura, que, como escritor de novelas frustrado, se empeña en afilar los pocos cuentos que tienen esperanza de vida en la belicosa atmósfera de las editoriales. Tampoco soy un estudiante romántico y poeta que se deshace en lágrimas y en palabras de fuego que arden muy rápido en historias de trágico final. No soy nada de eso.

Soy una mujer que se gana la vida vendiéndose a sí misma, o a una imagen de sí misma que pinta en las noches, cuando se empolva la cara algo arrugada y se aplasta el rojo rubí en los labios secos y cansados de besos insulsos. Para los dueños de esos besos soy Luna, una puta. Para algunos ni siquiera tengo nombre, sólo importa remendar sus egos desgastados con un billete azulado que se gastan en una hora de mí, en un rato con gusto a sexo que llenan de tristes fantasías. No existe Mabel, una mujer adulta pero joven todavía a la que le gusta hablarle a los malvones que toman sol en su ventana. No existo como escritora, como vecina, como tía de los mellizos, como ser humano más allá de mi carne que tienta en la oscuridad y repele cuando la conciencia golpea. Soy Luna y nada más.

Luna. El nombre lo elegí porque es otra de mis palabras preferidas. Dos sílabas con fuerza planetaria. También fue porque la primera vez que salí a trabajar de esto había luna llena, y me pareció simbólico. Algo me prometía esa bola blanca colgada sobre los edificios.

No me ha ido tan mal. Cuando escucho algunas historias de mis compañeras de trabajo, me estremezco. Tengo algunos clientes fijos y en general, me los busco tranquilos. Si hay problemas, un par de amigos ayudan a los difíciles a olvidarse de mí. Puedo darme algunos gustos, como ir mucho al teatro y atestar mi habitación de libros. Y hace poco que mis tardes las dedico por entero a remolonear entre los textos que me vomita el alma. No pido más. Estoy bien, aunque algunos no lo entiendan.

En mis historias no pretendo contar lo que no conozco. Invento poco, creo. Muchas de las cosas que van poblando las páginas las escuché en las esquinas, en los taxis, de las bocas de los hombres que pasajeramente me habitan. Algunas ideas las saqué de lo que me dicen los encargados de los hoteles, o por chismes de la pensión, o gracias a extrañas confidencias de alcoba. Escribo cuentos, pequeños relatos, descripciones. A veces no llegan a clasificar de tan breves o abstractos o inconclusos que quedan. A veces son páginas y páginas de tramas que palpitan, o largas meditaciones que no tienen rumbo y se suicidan en una conclusión incierta.

Nunca me extiendo demasiado, sin embargo. Creo que prefiero las experiencias transitorias pero intensas. Me gusta escribir cuentos, y considero que nunca seré capaz de embarcarme en la extensión de una novela. Es un compromiso muy grande. Disfruto la tensión del cuento, el sentir los músculos agarrotados hasta la última frase, ese deslumbramiento final, en que todo cierra como un broche nuevo. Una novela, siempre lo pienso, debe ser como un largo matrimonio. Tiene nudos y obstáculos y duración, y, en general, una conclusión feliz, para los personajes o el lector, o, en el mejor de los casos, dichosa para ambos. Un cuento, en cambio, debe ser un orgasmo. Un momento, una fotografía, un golpe. Una sensación casi carnal, casi espiritual y casi onírica. Algo que deja un sabor en la boca, a veces desagradable, pero que no pasa desapercibido. No he experimentado un matrimonio, pero si algo me regaló mi profesión es un sinnúmero de metáforas de cuento.

Soy lo que soy, y no me quejo. La mayor parte del tiempo me siento cómoda siendo Luna. Aprendo mucho de los hombres. A algunos los quiero, a otros los uso, a la mayoría simplemente les hago un favor. Mabel sólo aparece cuando escribo, y Mabel escribe lo que le cuenta Luna. No es casualidad que el personaje más recurrente en mis historias se llame Luna. Es una niña. Vive enfrente a una pensión y las prostitutas de ahí le regalan caramelos, la dejan probarse su boas y tacones y le enseñan a bailar. Luna, a cambio, les inventa historias. A cada una, le inventa un cuento de hadas particular que la hace olvidar los pequeños infiernos de su diaria existencia.

Cuando vi el afiche del concurso supe que quería participar. Nunca le mostré a nadie mis escritos. Destaparme tan rotundamente frente a tres jueces de la más alta alcurnia literaria me sigue dando escalofríos. Claro que es todo con seudónimo e imparcialidad, pero de todas formas, resulta complicado. Es peor que desnudarme. A eso estoy acostumbrada.

Pero el bicho impertinente que me revolotea adentro quiso salir del capullo. Una parte de mí quiere que me miren y vean algo más que el escote obligado, que descubran los ojos que titilan bajo las toneladas de rímel, que perciban que esta voz sabe decir mucho más que las guarangadas a pedido del individuo de turno que está entre mis piernas.

Pasé once de mis cuentos en limpio. Me costó elegirlos. Sé que en el montoncito de hojas que imprimí en el cibercafé hay un mundo muy desparejo. Hay historias frágiles que se pueden quebrar frente a la mínima crítica. Hay otras más firmes, porque tienen una construcción tosca detrás que las sostiene, aunque les falta adorno, les falta almíbar y una pizca de foco en algunos detalles. Hay dos o tres que se lanzan al vacío sin redes y sin miedo porque están seguras de que van a aterrizar de pie. Esas son las intrépidas, aquellas en las que me volqué de lleno.

Cuando las releí, en prolijo formato times new roman, surgió la impostergable decisión del nombre. El seudónimo era más fácil. Con algo como “Mesalina” o “Pantaleona” ya exhalaba cultura y además gastaba una pequeña broma de parte de mi gremio laboral. Pero el título para el puñado de cuentos me tuvo pensando muchas tardes e interrumpió mi inacabable fluir de palabras.

Al final, hace unas semanas, coloqué todo en un sobre y lo envié a la dirección del concurso. El título se me ocurrió en un rapto de inspiración. O tal vez estaba ahí, agazapado, esperándome hace mucho tiempo. En la primera página de mi humilde conjunto de cuentos escribí, en letra sólida y orgullosa, dos palabras.

Hoy me llegó un sobre a la pensión. Es de la institución que organizó el concurso. En la carta que había adentro uno de los enaltecidos jueces me explica, con aparatosos elogios, que la señora Mabel Aguilar es la ganadora del certamen con su libro de once cuentos titulado “Luna nueva”.

El rebaño de Orestes


Orestes siempre contaba ovejas antes de dormir. Era una de esas pequeñas manías que no dañaban a nadie y que le proporcionaban un orden interno que lo hacía sentirse equilibrado. Necesitaba contar por lo menos hasta diez para poder dormirse en paz consigo mismo. Las ovejas, pequeñas nubes de algodón blanco que saltaban ante sus ojos en fila india, le proporcionaban un sedante mental necesario.

Esa noche Orestes no podía contar hasta la décima oveja. Cuando iba por la séptima su mente se desconcentraba y se perdía en recuerdos. La octava aparecía de repente sobre una parrilla, y el olor a delicia chamuscada lo llevaba a los asados en el balneario, a esos mediodías con Rita preparando las ensaladas para el montón de amigos de siempre. La extrañaba. El pecho le sangraba por dentro, lo sentía. Todavía no podía creer que la soledad le había caído de un día para el otro, que la cama se había vuelto gélida, que el silencio del cuarto era abrumador porque faltaba la respiración de Rita. Sobre la mesa de luz había un frasco con pastillas blancas. Orestes tomó uno de los sedantes que le habían recetado esa misma tarde, para que pudiera descansar sin pesadillas.

Comenzaba a contar de nuevo, desde el primer cordero blanco. El primero siempre era un cordero pequeño, juguetón. La segunda era la madre. Después venían un par de machos jóvenes, y el quinto era un carnero con los cuernos enroscados. Otra oveja joven, de ojos alertas, y un borrego gordo retozaban en el sexto y séptimo lugar. Y la octava esta vez aparecía perseguida por un león. Un león fuerte y ágil, como aquellos de Nairobi. Y su cerebro volaba al viaje a África hacía dos años, a Rita vestida de colores crema, como una auténtica exploradora, tomando fotografías de todo. Algunas de esas imágenes poblaban la casa, enmarcadas en cuadritos rústicos comprados en el mismo viaje. Rita había regateado como nunca, y a él le había dado un poco de vergüenza. Había sido un viaje único, apasionante, conmovedor. África los había unido y les había hecho prometer un regreso. Orestes sentía que las lágrimas se asomaban a sus ojos entrecerrados, y luchaba contra ellas. Tal vez un somnífero no era suficiente. Su mano buscó de nuevo el frasco.

Cinco, seis, siete… esta vez, la ovejita número ocho venía rezagada. Estaba renga. Su pata trasera estaba hinchada y no la apoyaba sobre el suelo imaginario. Y Orestes se veía a sí mismo con la pierna quebrada hacía casi una década. Había intentado cortar una rama del ceibo que daba sombra al jardincito de la casa que habían tenido en la calle Laguna. La escalera no había quedado bien fijada y se tambaleó cuando él hizo fuerza con el serrucho. El golpe había resultado en una pierna enyesada que lo había obligado a una parálisis forzosa durante cuatro semanas. Rita había soportado su malhumor con grandes dosis de paciencia y mucha dedicación. Lo había ayudado en todo lo que había podido y mucho más. Orestes percibía cómo se le llenaba el cuerpo de culpa por haberla hecho sufrir su irritabilidad y sus caprichos. Había sido hacía diez años, pero la conciencia se le erizaba ahora, justo cuando Rita ya no estaba. Justo cuando no podía hablarle a ella, sólo a una lápida gris que no le hacía justicia. Orestes quería dormir, no quería pensar más en lo que le habían arrancado de repente. Las pastillas no estaban funcionando, seguía conciente, y mientras estaba conciente estaba triste. Orestes quería descansar de la tristeza. Tomó un par de comprimidos más y esperó a que llegaran las ovejas.

Contó una, contó dos, contó algunas más. Y de nuevo la maldita octava llegó a traicionar al sueño que no parecía llegar nunca. Venía vestida de novia. Parecía una gran esponja inmaculada, llena de tules. Caminaba de forma pausada, suave, sin dejar de sonreír. Orestes la esperaba en el altar, con el corazón listo para ofrecérselo. La ceremonia había sido emotiva, Rita había dicho el sí entre sollozos. ¿Cuántos años desde aquel día mágico en que sus vidas se habían entrelazado para siempre? ¿Veintiséis, veintisiete? Habían planeado hacer una fiesta cuando cumplieran las bodas de perla. Pero nunca llegarían a esos treinta años juntos. Orestes miraba su alianza y maldecía a la muerte. Quería dormir para olvidar esa jornada terrible de flores y tierra sobre el cajón, de familiares con cara de pena y rezos insípidos. Quería volver a la felicidad que lo había colmado hasta el día anterior, a su Rita con los brazos abiertos y la sonrisa fácil. Quería no sentir la angustia en los huesos, y el miedo que le brotaba a chorros por la violenta despedida, por el vacío imposible de llenar que Rita le dejaba, por el futuro árido que sabía que le esperaba.

Con sus ojos empañados buscó el bendito frasco y tomó un puñado de pastillas. Se recostó y tomó una. Esperó al cordero. Llegó feliz, balando y brincando. Tomó otra y vio aparecer a la madre, una oveja sabia y llena de paciencia. La tercera pastilla precedió a uno de los machos jóvenes, alto y con la punta de unos cuernos asomando sobre la lana. Otra más y vino el cuarto, un joven carnero muy tímido y asustadizo. Tragó la quinta pastilla justo antes de que se paseara sobre las sábanas el carnero grande, algo avejentado pero con el espíritu guerrero aún vivo. Llegó la ovejita número seis mientras otro comprimido bajaba por la áspera garganta de Orestes. A ese le siguió otro, que acompañó la visita del borrego gordo y rozagante. La octava pastilla hizo que la pícara ovejita que lo había obligado a recordar se portara bien y no hiciera locuras. Desfiló tranquila ante sus ojos. El cordero flaco número nueve hizo su primera aparición de esa noche, mientras Orestes, ya con los sentidos semidormidos, se metía en la boca otra pastilla más. Y otra, y la oveja número diez llegó finalmente, a paso lento pero seguro, para decirle que ya podía cerrar los ojos, que el ritual estaba cumplido, que podía dejar que su cuerpo reposara en paz. Por fin Orestes se sumergió en un sueño infinito.