Fue Julia


Al este y al oeste,
llueve y lloverá
una flor y otra flor celeste
del jacarandá.”

Aprovechó la hora del almuerzo para escapar de la oficina y visitar a su amante. Celina vivía en una casita acogedora de una calle tranquila y florecida. Las veredas estaban regadas de flores violeta pálido, flores pegajosas que volaban desde los jacarandaes y aterrizaban en el cemento. La calle entera se volvía lila, excepto por algunos parches acá y allá que despejaban las escobas de los vecinos. El pedacito de vereda de Celina siempre era uno de los más limpios.

Por eso le extrañó ver que los pétalos manchaban la entradita a la casa. También le extrañó que el portón verde estuviera abierto. Tal vez Celina se había sentido mal y no había barrido ese día. O podría haber salido. A veces tenía que hacer algunos viajes a conferencias de laboratorios por su trabajo de farmacéutica. Pero era raro que no le hubiera avisado.

Sacó la llave que Celina le había dado y la introdujo en la cerradura. Descubrió que la puerta no estaba trancada y lo aguijoneó la intranquilidad. Entró a la casa. No parecía haber nadie, pero el aire estaba pesado con una presencia inquietante. Llamó a Celina y sólo le contestó el silencio. Recorrió la sala y se dirigió a la cocina, con el pulso cada vez más agitado. Ahí estaba Celina.

Le costó entender que estaba muerta. Parado en el umbral de la puerta la contempló durante unos segundos en los que se olvidó de respirar. No se le acercó, sólo la miró envuelto en un asombro terrible, golpeado a la vez por el desconcierto y la repulsión.

Celina tenía los ojos abiertos, secos, que miraban sin ver hacia el cielorraso. Los ojos perdidos que buscaban a Julia, que la llamaban para acusarla. Los dedos, inertes y torcidos, querían enderezarse para señalar a Julia. Tenía la boca abierta, los labios habían perdido la humedad, la lengua no podía moverse para gritar: “¡Fue Julia!”. Del pecho se le había desparramado la vida, que ahora corría en rojo líquido por entre las baldosas del piso, la bala enterrada en el corazón que había disparado el gatillo de Julia, el dedo de Julia, los macabros celos de Julia. Celina era sólo un resto de alguien, era un cuerpo alguna vez hermoso que ahora delataba a Julia. Celina era un cadáver, y aunque quisiera proclamar con todos sus gestos de víctima que su asesina era Julia, él no podía adivinarlo porque la muerte la había enmudecido para siempre.

Cuando hubo asimilado la triste escena de la cocina salió despavorido de la casa, lleno de dudas y de miedo y de dolor. Dejó la puerta abierta para que alguien más la encontrara y se alejó lo más que pudo de esa casa teñida de sangre, de esa calle violeta en la que moría Celina, moría su amante, moría su idilio. Pensó en lo que había sido Celina, en sus años ya no jóvenes, en su amor ya no joven, en su fidelidad a pesar de las injusticias que cometió con ella, a pesar de estar casado, a pesar de verla sólo dos o tres almuerzos por semana. Se le hinchó el pecho de lágrimas que no podía soltar y se atoró con el nudo que le ahogaba la garganta. Se odió por mantenerla en secreto tantos años, por prometerle tantas cosas que nunca cumplió, por jugar con su absoluta devoción y dejarla marchitarse sola mientras esperaba sus visitas cada vez más esporádicas. Celina había sido hermosa y todavía lo era, a pesar de sus años. Merecía mucho más que lo poco que él le había dado y sin duda no merecía esa despedida ensangrentada.

Caminó por la ciudad con el horror en el rostro, hasta cerca de las seis. Siempre volvía a su casa a las seis.

Trató de esconder la pena y la culpa tras una pálida fachada. Su mujer le preguntó cómo había estado el trabajo, achacando su pesadumbre a las complicadas jornadas de oficina, moneda corriente de su irritación y mal humor cuando llegaba a la casa. Le preparó una cena exquisita que él tragó como un autómata. Ella se desvivió en atenciones, como siempre lo hacía, pero sin lograr arrancarle más que un solo “gracias” escondido en un murmullo ausente.

Apenas acabaron de cenar él se trató de lavar la repugnancia y el espanto en una ducha eterna que apenas le empañó un poco el alma de falsa insensibilidad. Todavía no había empezado a preguntarse de quién había sido la bala que le había perforado el pecho a Celina, ni porqué, ni si él tenía que temer un final parecido. Seguía aletargado por la pavorosa imagen de Celina tirada con el alma volcada en charcos sobre el piso frío de la cocina, Celina con el tórax abierto en sangre, Celina con la piel transparente y helada, Celina con los brazos lánguidos que nunca más acariciarían a nadie, que nunca más lo abrazarían a él.

Resignado a la pesadilla segura, se metió en la cama. Su mujer ya estaba ahí, con una novela como preámbulo del sueño, calentando las sábanas que le parecieron de hielo. Apagó su lámpara, cerró los ojos y otra vez Celina muerta, otra vez Celina mojándose el pelo en sus propios glóbulos rojos, otra vez su cara triste y blanca y llena de una paz irreal envuelta en la confusión de ver acercarse su muerte a la velocidad fugaz de una pizca de plomo certero.

Se alivió cuando despertó y las pestañas se le separaron y se encontró en ese cuarto tan conocido, lejos de lo que ya no era Celina, sintiendo el roce suave de las piernas de su mujer que seguía abstraída en el libro. Reconoció los pesados muebles, su ropa sobre el sillón, doblada con una prolijidad obsesiva, la de su mujer desperdigada por la habitación, el vestido hecho un revoltijo en la silla, las joyas esparcidas en la cómoda y el estante, el pañuelo colorado colgando descuidadamente del espejo, los zapatos desparejos donde cayeron sobre la alfombra.

Su mujer apagó la luz y se recostó contra su espalda, abrazándolo desde atrás y susurrándole buenas noches. Él percibió que un escalofrío le recorría la piel, mientras recordaba el zapato rojo y sentía esas manos que lo acariciaban, ese cuerpo que se le pegaba, y pensaba en el calzado de su mujer, en ese taco aguja rojo escarlata con la flor clavada en la punta, la flor pringosa, de un celeste violáceo, que le llamó la atención mientras observaba el cuarto, y los dedos de su mujer se le enroscaron en el pelo, haciéndole caricias sutiles, y él veía en su cabeza cómo los dedos de Julia se enroscaban en el arma, y no tuvo que abrir el cajón de la mesa de luz para saber que faltaba una bala, para descubrir que había sido su propia pistola la que disparó contra Celina, para entender que esos dedos de su mujer, esos dedos de Julia, habían oprimido el gatillo, esos zapatos de su mujer, de Julia, habían caminado por la calle lila, y esas mismas manos de Julia que lo abrazaban ahora estaban manchadas con la vida de su amante. Y la verdad se le hizo nítida, contundente, acusadora, se le despejó la razón de toda duda y se le paralizaron los latidos cuando imaginó el cartucho de la sexta bala vacío, cuando esos dedos asesinos reptaron por su espalda, cuando volvió a pensar en la flor de jacarandá pegada al stiletto, la prueba simple y delatora, ese minúsculo manojo de pétalos violetas que hizo que el pensamiento estallara en su cerebro como una frase categórica: “Fue Julia”.