La quebrada

Iba ya volviendo y pensando cuántos sueldos le faltaban para pagarse el casamiento con la Mariela cuando el redomón se le asustó y enfiló derechito al barranco. Ramiro apenas alcanzó a pegarle un tirón a las riendas y enderezarse en el recado, porque venía medio echado para atrás, y el sacudón lo tomó de sorpresa. El tordillo oscuro iba lo más tranquilo y de repente había pegado un brinco como de liebre. Ramiro no lo había visto venir, y de la nada se encontró agarrado a duras penas del cogote del animal, galopando a toda marcha hacia la zanja que los esperaba cinco metros más abajo.

No hubo freno que lo parara al tordillo y recién allá abajo, cerquita del agua, se detuvo. Ramiro no entendía cómo diantre había hecho para no malograrse en la carrera, porque habían bajado una cuesta empinadísima a un ritmo loco, y encima el bicho era medio torpe porque recién empezaba a amansarse. Resoplaban los dos, y Ramiro reconocía el lugar de la quebrada en que se hallaban, esa especie de surco de agua y tierra entre dos farallones de piedra y cactus y talas, un tajo en el medio del campo que todos los de la estancia respetaban. Nadie le iba a creer allá en el casco, le iban a decir que estaba abusando de la grapa, cuando les contara que él y su caballo habían bajado como pedo por unos cuantos metros de roca vertical sin hacerse ni un rasguño.

El tordillo bufaba mucho así que le dio un poco de agua en la cañada, y mientras tanto Ramiro trató de vislumbrar algún camino por donde salir de la quebrada, aunque no era muy fácil, porque los dos costados parecían imposibles de trepar. Ya sobrepuesto del julepe volvió a meditar sobre la Mariela, la morochita graciosa que cada vez que la visitaba en el pueblo se lo quería llevar de apuro a la iglesia. Ramiro era un hombre simple, quería casarse pronto y tener su lonjita de tierra, y cuando recorría a caballo, en la calma de su propia soledad, pensaba en las reses que podría engordar y los chiquilines que le daría la Mariela. No desatendía su trabajo, pero soñaba despierto.

Anduvieron un rato al lado de la corriente, hasta que bastante más lejos encontraron un sendero de ovejas que siguieron hasta llegar a la parte alta del barranco. Ramiro iba distraído calculando cuantos lechones tendría que asar para la parentela en el casorio, pero de a ratos miraba y todavía no lograba adivinar dónde había puesto las patas el bicho para bajar semejante pared, y se regodeaba ya pensando en el rincón calentito de la cocina donde, mate de por medio, iba a narrar su hazaña a los demás peones. Seguro iban a desconfiar, aunque Ramiro nunca adornaba demasiado sus cuentos y los más viejos lo tenían por sensato. Pero sabían que con un bagual a media doma no se podía ni pensar en bajar esa quebrada, apenas era transitable en la parte más baja, después se volvía una maraña de espina y piedra. Era un lugar jodido para perder el ganado, había que meterse a pie para sacarlo porque los caballos no entraban.

El tordillo iba trotando lento, camino a las casas. No le estaba dando problema ahora, a pesar de que antes de la espantada había estado macaneando toda la tarde. No tenía apuro, y eso que todos los caballos se ponen más pingos a la vuelta. Estaban lejos del casco, todavía les faltaba bordear toda la quebrada. La disparada los había desviado de la recorrida habitual y ahora tenían que volver a pasar por el lugar del
susto.

Había un par de mulitas correteándose entre los pastizales. Seguro que el matungo se había asustado de ellas. Quién hubiera dicho que casi se mata por dos animalitos de esos. Ramiro les pasó por al lado al paso, bien cerquita, y esta vez el caballo ni se inmutó, y las mulitas tampoco se asustaron de ellos. Siguieron jugueteando como si nada, como si sólo el viento las hubiera visto pasar.

Ya atardecía y ellos trotaban hacia la portera que coronaba la loma. Por un segundo Ramiro se dio vuelta a mirar el valle, la quebrada con su monte y la zanja reflejando el sol mucho más abajo, y un poco más acá vio a un jinete, de poncho azul oscuro, que galopaba hacia ellos, hacia la portera que Ramiro acababa de pasar, casi sin haberse dado cuenta, tan ensimismado estaba con la vista a los pies del cerro y el galope desesperado del otro peón.

El tipo era Jaime, un gurí que se había hecho hombre en la estancia y que todos respetaban mucho a pesar de sus veinte años. Ya podía verlo, estaba cada vez más cerca. Tenía una especie de congestión en el rostro, algo entre los ojos, miedo capaz. Galopaba como si el petiso no importara. Abrió la portera lo más rápido que pudo. Le temblaban las manos. A Ramiro no le dirigió la palabra, y eso que estaba ahí parado,
unos metros más allá de la cancela, mirándolo, interrogándolo, y el otro nada. Siguió como cuete para las casas, el petiso resollando, su esfuerzo un ronquido sordo, y Jaime como alma en pena, los ojos abiertos y perdidos en el horizonte, con miedo, sí, como si hubiera visto al mismo Mandinga. 

Ramiro apenas le podía seguir el paso; el tordillo redomón no quería galopar ahora, flor de pícaro. Y el petiso de Jaime ya le llevaba como cien metros. Cuando el pingo por fin aceleró, el otro les llevaba una delantera tremenda y no escuchaba los gritos de Ramiro. Por suerte estaban a medio potrero de las casas, ya se veían las luces de los ranchos y algunos hombres habían salido a ver por qué tanto galope.

Jaime entró al patio gritando, parecía un loco. Se bajó del petiso que agonizaba de cansancio y corrió hasta donde estaba el casero con un peón hachando leña. No le daba la voz para explicarse y respirar al mismo tiempo, así que dejó de inspirar y soltó todo lo que le hervía en el pecho desde que había empezado esa carrera demente. Ramiro escuchaba algunas de las palabras de Jaime, pero el viento se llevaba la mayoría, y después se armó un barullo tremendo cuando el casero empezó a gritar y la cocinera apareció preguntando qué pasa. Y ahí Ramiro escuchó todo y se miró las manos y no las vio, y se miró las piernas y no las vio, y miró la cabeza del animal sobre el que estaba sentado y tampoco estaba, porque no había animal y no había Ramiro, porque el tordillo no estaba ahí y el gaucho tampoco. Como les decía Jaime a los demás, y como Ramiro oía mezclado con el viento, allá abajo, en la barranca, había un caballo muerto y un jinete desnucado, y el animal era un tordillo como el que andaba Ramiro, y el hombre estaba dado vuelta así que no lo había visto bien pero no se movía y tenía la cabeza en una posición rara, como torcida, y no había manera que estuviera vivo después de caer tantos metros y rodar sobre todas esas piedras y esas espinas. Se miraron entre ellos y ahí estaban todos menos Ramiro. Enmudecieron de  repente, y sólo sonaba el viento.

Y Ramiro se preguntó cómo carajo oía esas cosas cuando estaba muerto en el fondo de un barranco.

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