Elegante ele de luna


Me costó mucho pensar un nombre para la obra. Obra. Suena muy grandilocuente para mi pequeña colección de historias. Rimbombante. Pomposo. Adoro esas palabras.

En realidad adoro todas las palabras. Me fascinan, me seducen y pervierten, y a veces, hasta me purifican. Ahí es cuando más las amo. Y cuando escribo, siempre las amo cuando escribo. Me brotan como una catarata de los dedos, de mis uñas eternamente rojas, de la lengua imaginaria que chorrea sobre el papel y lame seductoramente cada línea. Me encanta ese juego de irlas tironeando, aflojando, las voy suavizando y las convenzo de salir a bailar sobre mis cuadernos baratos, a estirarse en mis efes gráciles y mis jotas refinadas, letras juguetonas y tímidas, algunas provocativas, como la equis y la erre y la ge, la ge siempre alocada, ge de gemido y de gitana y de gritar hasta que se rompan los vidrios de placer.

Hay palabras que no me canso de escribir, como parafernalia, odalisca, estrepitoso y verborrágico. Son sonoras, dramáticas. Cantan por sí solas. Me estremecen y colman, son como una caricia en el lugar indicado, una brisa caliente justo ahí donde se acaba mi oreja, un roce de pies desnudos, labios que sorprenden a la piel de mi hombro. Tiemblo al escucharlas, al leerlas en una frase que se ensambla como un mecanismo perfecto, al saberlas rimando con alguna otra que no alcanzo a descubrir en un mismo párrafo compacto, duro como la espalda morena de un hombre joven, o en una oración etérea y sensual que huele a amanecer o a vino o a sábanas desordenadas.

Escribo todas las tardes. En seguida de almorzar, cuando todavía siento el sopor de la mañana inexistente, me instalo en un rincón de mi habitación alquilada y libero el bolígrafo. Por unas horas sólo soy los renglones que voy cargando de relatos, hasta la noche, que me voy a trabajar. Sí, trabajo de noche. Por eso nadie me cree cuando les digo que me gusta escribir. Nadie conoce a una prostituta que escriba.

Pero, como ya dije, escribir me purifica. Tal vez por eso lo hago. Antes, me alcanzaba con la lectura. Pero no me gustaba que otros se apropiaran de lo que yo quería decir, aunque lo dijeran mejor, con más estilo o más vocabulario. Un día me compré un cuaderno, de esos sencillos, que lo único que ofrecen es un espiral y miles de rectas azules, y me animé a disparar a quemarropa sobre ellas. Cuando se me acabó ese compré otro, y otro, y así hasta que ahora tengo doce cuadernos completos.

Algunos días, cuando siento que agoté mis reservas literarias o simplemente quiero callar mis voces por un rato, los abro y paso las manos sobre esas páginas hundidas, sobre los surcos que mi pluma dejó sobre las hojas, calándolas hondo, deshaciendo su virginidad de a trazos. Es una delicia íntima sentir el cosquilleo hedónico en la palma de mi mano, a lo largo de los brazos, del pecho, hasta la punta de los pies. Vibro con mis palabras, me regodeo en su insólita existencia.

¿Quién iba a pensar que una puta, a sus treinta y dos años, era capaz de empezar a narrar cuentos y ficciones como si los hubiera tenido dormidos en el cuerpo hasta entonces, como si hubieran madurado de repente, y caído sobre un mar de papel que los convirtió en personajes y argumentos, algunos débiles, de calidad dudosa, otros más verosímiles y que se sostienen con sus propios pies, esas patitas insolentes que corren entre esos doce cuadernos como burlándose del mundo y diciendo “sí, nos escribió una puta”? Porque aunque me faltó mucho en la vida, nunca me faltó criterio y la educación me la busqué sola, y con algo de orgullo soy capaz de calificar con subjetiva justicia que algunas de mis narraciones están un escalón por encima de la mediocridad. Por esa razón no dudé cuando vi, en un afiche de una de mis esquinas, una convocatoria a un concurso literario.

O dudé menos, porque es algo extraño que una mujer como yo se presente a un concurso en el que lo que se premia es la erudición artística, el dominio sobresaliente en una disciplina de intelectuales, de hippies, de sabios y estudiosos de las humanidades y las letras. No soy filósofa ni periodista, tampoco soy una abogada que escribe en su tiempo libre sobre los avatares de un detective que resuelve los más intrincados enigmas criminales. No soy un profesor de lengua ni de literatura, que, como escritor de novelas frustrado, se empeña en afilar los pocos cuentos que tienen esperanza de vida en la belicosa atmósfera de las editoriales. Tampoco soy un estudiante romántico y poeta que se deshace en lágrimas y en palabras de fuego que arden muy rápido en historias de trágico final. No soy nada de eso.

Soy una mujer que se gana la vida vendiéndose a sí misma, o a una imagen de sí misma que pinta en las noches, cuando se empolva la cara algo arrugada y se aplasta el rojo rubí en los labios secos y cansados de besos insulsos. Para los dueños de esos besos soy Luna, una puta. Para algunos ni siquiera tengo nombre, sólo importa remendar sus egos desgastados con un billete azulado que se gastan en una hora de mí, en un rato con gusto a sexo que llenan de tristes fantasías. No existe Mabel, una mujer adulta pero joven todavía a la que le gusta hablarle a los malvones que toman sol en su ventana. No existo como escritora, como vecina, como tía de los mellizos, como ser humano más allá de mi carne que tienta en la oscuridad y repele cuando la conciencia golpea. Soy Luna y nada más.

Luna. El nombre lo elegí porque es otra de mis palabras preferidas. Dos sílabas con fuerza planetaria. También fue porque la primera vez que salí a trabajar de esto había luna llena, y me pareció simbólico. Algo me prometía esa bola blanca colgada sobre los edificios.

No me ha ido tan mal. Cuando escucho algunas historias de mis compañeras de trabajo, me estremezco. Tengo algunos clientes fijos y en general, me los busco tranquilos. Si hay problemas, un par de amigos ayudan a los difíciles a olvidarse de mí. Puedo darme algunos gustos, como ir mucho al teatro y atestar mi habitación de libros. Y hace poco que mis tardes las dedico por entero a remolonear entre los textos que me vomita el alma. No pido más. Estoy bien, aunque algunos no lo entiendan.

En mis historias no pretendo contar lo que no conozco. Invento poco, creo. Muchas de las cosas que van poblando las páginas las escuché en las esquinas, en los taxis, de las bocas de los hombres que pasajeramente me habitan. Algunas ideas las saqué de lo que me dicen los encargados de los hoteles, o por chismes de la pensión, o gracias a extrañas confidencias de alcoba. Escribo cuentos, pequeños relatos, descripciones. A veces no llegan a clasificar de tan breves o abstractos o inconclusos que quedan. A veces son páginas y páginas de tramas que palpitan, o largas meditaciones que no tienen rumbo y se suicidan en una conclusión incierta.

Nunca me extiendo demasiado, sin embargo. Creo que prefiero las experiencias transitorias pero intensas. Me gusta escribir cuentos, y considero que nunca seré capaz de embarcarme en la extensión de una novela. Es un compromiso muy grande. Disfruto la tensión del cuento, el sentir los músculos agarrotados hasta la última frase, ese deslumbramiento final, en que todo cierra como un broche nuevo. Una novela, siempre lo pienso, debe ser como un largo matrimonio. Tiene nudos y obstáculos y duración, y, en general, una conclusión feliz, para los personajes o el lector, o, en el mejor de los casos, dichosa para ambos. Un cuento, en cambio, debe ser un orgasmo. Un momento, una fotografía, un golpe. Una sensación casi carnal, casi espiritual y casi onírica. Algo que deja un sabor en la boca, a veces desagradable, pero que no pasa desapercibido. No he experimentado un matrimonio, pero si algo me regaló mi profesión es un sinnúmero de metáforas de cuento.

Soy lo que soy, y no me quejo. La mayor parte del tiempo me siento cómoda siendo Luna. Aprendo mucho de los hombres. A algunos los quiero, a otros los uso, a la mayoría simplemente les hago un favor. Mabel sólo aparece cuando escribo, y Mabel escribe lo que le cuenta Luna. No es casualidad que el personaje más recurrente en mis historias se llame Luna. Es una niña. Vive enfrente a una pensión y las prostitutas de ahí le regalan caramelos, la dejan probarse su boas y tacones y le enseñan a bailar. Luna, a cambio, les inventa historias. A cada una, le inventa un cuento de hadas particular que la hace olvidar los pequeños infiernos de su diaria existencia.

Cuando vi el afiche del concurso supe que quería participar. Nunca le mostré a nadie mis escritos. Destaparme tan rotundamente frente a tres jueces de la más alta alcurnia literaria me sigue dando escalofríos. Claro que es todo con seudónimo e imparcialidad, pero de todas formas, resulta complicado. Es peor que desnudarme. A eso estoy acostumbrada.

Pero el bicho impertinente que me revolotea adentro quiso salir del capullo. Una parte de mí quiere que me miren y vean algo más que el escote obligado, que descubran los ojos que titilan bajo las toneladas de rímel, que perciban que esta voz sabe decir mucho más que las guarangadas a pedido del individuo de turno que está entre mis piernas.

Pasé once de mis cuentos en limpio. Me costó elegirlos. Sé que en el montoncito de hojas que imprimí en el cibercafé hay un mundo muy desparejo. Hay historias frágiles que se pueden quebrar frente a la mínima crítica. Hay otras más firmes, porque tienen una construcción tosca detrás que las sostiene, aunque les falta adorno, les falta almíbar y una pizca de foco en algunos detalles. Hay dos o tres que se lanzan al vacío sin redes y sin miedo porque están seguras de que van a aterrizar de pie. Esas son las intrépidas, aquellas en las que me volqué de lleno.

Cuando las releí, en prolijo formato times new roman, surgió la impostergable decisión del nombre. El seudónimo era más fácil. Con algo como “Mesalina” o “Pantaleona” ya exhalaba cultura y además gastaba una pequeña broma de parte de mi gremio laboral. Pero el título para el puñado de cuentos me tuvo pensando muchas tardes e interrumpió mi inacabable fluir de palabras.

Al final, hace unas semanas, coloqué todo en un sobre y lo envié a la dirección del concurso. El título se me ocurrió en un rapto de inspiración. O tal vez estaba ahí, agazapado, esperándome hace mucho tiempo. En la primera página de mi humilde conjunto de cuentos escribí, en letra sólida y orgullosa, dos palabras.

Hoy me llegó un sobre a la pensión. Es de la institución que organizó el concurso. En la carta que había adentro uno de los enaltecidos jueces me explica, con aparatosos elogios, que la señora Mabel Aguilar es la ganadora del certamen con su libro de once cuentos titulado “Luna nueva”.

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