El rebaño de Orestes


Orestes siempre contaba ovejas antes de dormir. Era una de esas pequeñas manías que no dañaban a nadie y que le proporcionaban un orden interno que lo hacía sentirse equilibrado. Necesitaba contar por lo menos hasta diez para poder dormirse en paz consigo mismo. Las ovejas, pequeñas nubes de algodón blanco que saltaban ante sus ojos en fila india, le proporcionaban un sedante mental necesario.

Esa noche Orestes no podía contar hasta la décima oveja. Cuando iba por la séptima su mente se desconcentraba y se perdía en recuerdos. La octava aparecía de repente sobre una parrilla, y el olor a delicia chamuscada lo llevaba a los asados en el balneario, a esos mediodías con Rita preparando las ensaladas para el montón de amigos de siempre. La extrañaba. El pecho le sangraba por dentro, lo sentía. Todavía no podía creer que la soledad le había caído de un día para el otro, que la cama se había vuelto gélida, que el silencio del cuarto era abrumador porque faltaba la respiración de Rita. Sobre la mesa de luz había un frasco con pastillas blancas. Orestes tomó uno de los sedantes que le habían recetado esa misma tarde, para que pudiera descansar sin pesadillas.

Comenzaba a contar de nuevo, desde el primer cordero blanco. El primero siempre era un cordero pequeño, juguetón. La segunda era la madre. Después venían un par de machos jóvenes, y el quinto era un carnero con los cuernos enroscados. Otra oveja joven, de ojos alertas, y un borrego gordo retozaban en el sexto y séptimo lugar. Y la octava esta vez aparecía perseguida por un león. Un león fuerte y ágil, como aquellos de Nairobi. Y su cerebro volaba al viaje a África hacía dos años, a Rita vestida de colores crema, como una auténtica exploradora, tomando fotografías de todo. Algunas de esas imágenes poblaban la casa, enmarcadas en cuadritos rústicos comprados en el mismo viaje. Rita había regateado como nunca, y a él le había dado un poco de vergüenza. Había sido un viaje único, apasionante, conmovedor. África los había unido y les había hecho prometer un regreso. Orestes sentía que las lágrimas se asomaban a sus ojos entrecerrados, y luchaba contra ellas. Tal vez un somnífero no era suficiente. Su mano buscó de nuevo el frasco.

Cinco, seis, siete… esta vez, la ovejita número ocho venía rezagada. Estaba renga. Su pata trasera estaba hinchada y no la apoyaba sobre el suelo imaginario. Y Orestes se veía a sí mismo con la pierna quebrada hacía casi una década. Había intentado cortar una rama del ceibo que daba sombra al jardincito de la casa que habían tenido en la calle Laguna. La escalera no había quedado bien fijada y se tambaleó cuando él hizo fuerza con el serrucho. El golpe había resultado en una pierna enyesada que lo había obligado a una parálisis forzosa durante cuatro semanas. Rita había soportado su malhumor con grandes dosis de paciencia y mucha dedicación. Lo había ayudado en todo lo que había podido y mucho más. Orestes percibía cómo se le llenaba el cuerpo de culpa por haberla hecho sufrir su irritabilidad y sus caprichos. Había sido hacía diez años, pero la conciencia se le erizaba ahora, justo cuando Rita ya no estaba. Justo cuando no podía hablarle a ella, sólo a una lápida gris que no le hacía justicia. Orestes quería dormir, no quería pensar más en lo que le habían arrancado de repente. Las pastillas no estaban funcionando, seguía conciente, y mientras estaba conciente estaba triste. Orestes quería descansar de la tristeza. Tomó un par de comprimidos más y esperó a que llegaran las ovejas.

Contó una, contó dos, contó algunas más. Y de nuevo la maldita octava llegó a traicionar al sueño que no parecía llegar nunca. Venía vestida de novia. Parecía una gran esponja inmaculada, llena de tules. Caminaba de forma pausada, suave, sin dejar de sonreír. Orestes la esperaba en el altar, con el corazón listo para ofrecérselo. La ceremonia había sido emotiva, Rita había dicho el sí entre sollozos. ¿Cuántos años desde aquel día mágico en que sus vidas se habían entrelazado para siempre? ¿Veintiséis, veintisiete? Habían planeado hacer una fiesta cuando cumplieran las bodas de perla. Pero nunca llegarían a esos treinta años juntos. Orestes miraba su alianza y maldecía a la muerte. Quería dormir para olvidar esa jornada terrible de flores y tierra sobre el cajón, de familiares con cara de pena y rezos insípidos. Quería volver a la felicidad que lo había colmado hasta el día anterior, a su Rita con los brazos abiertos y la sonrisa fácil. Quería no sentir la angustia en los huesos, y el miedo que le brotaba a chorros por la violenta despedida, por el vacío imposible de llenar que Rita le dejaba, por el futuro árido que sabía que le esperaba.

Con sus ojos empañados buscó el bendito frasco y tomó un puñado de pastillas. Se recostó y tomó una. Esperó al cordero. Llegó feliz, balando y brincando. Tomó otra y vio aparecer a la madre, una oveja sabia y llena de paciencia. La tercera pastilla precedió a uno de los machos jóvenes, alto y con la punta de unos cuernos asomando sobre la lana. Otra más y vino el cuarto, un joven carnero muy tímido y asustadizo. Tragó la quinta pastilla justo antes de que se paseara sobre las sábanas el carnero grande, algo avejentado pero con el espíritu guerrero aún vivo. Llegó la ovejita número seis mientras otro comprimido bajaba por la áspera garganta de Orestes. A ese le siguió otro, que acompañó la visita del borrego gordo y rozagante. La octava pastilla hizo que la pícara ovejita que lo había obligado a recordar se portara bien y no hiciera locuras. Desfiló tranquila ante sus ojos. El cordero flaco número nueve hizo su primera aparición de esa noche, mientras Orestes, ya con los sentidos semidormidos, se metía en la boca otra pastilla más. Y otra, y la oveja número diez llegó finalmente, a paso lento pero seguro, para decirle que ya podía cerrar los ojos, que el ritual estaba cumplido, que podía dejar que su cuerpo reposara en paz. Por fin Orestes se sumergió en un sueño infinito.

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